Domingo 4 de Cuaresma – Ciclo “A” (D. “Laetare”)
En este camino cuaresmal, en este domingo se nos adelanta un rayo de luz de la Pascua que transforma el morado cuaresmal en rosa. Estamos en el Domingo “Laetare”: Alegraos. La liturgia empieza con el versículo de Isaías: “Alegraos los que lloráis y hacéis luto por Jerusalén porque mamaréis y os saciaréis de sus ubres abundantes y en Jerusalén seréis consolados”. El camino cuaresmal y la Pascua no sólo es para ti, es para la Iglesia, para tu comunidad.
En este año “A” seguimos los pasos de la Iniciación cristiana, las entregas que nos hace la Iglesia. No importa que no lo hayáis pasado todavía. Son regalos para todos. Para unos como memorial, para otros como promesa. El domingo pasado: la Samaritana (la iniciación a la Oración), este domingo: el ciego de nacimiento, el Credo.
Todas las lecturas hacen referencia a los signos bautismales: el agua: el salmo y el evangelio; la unción: la primera lectura y el salmo; el vestido de luz, la segunda lectura. El señor nos lleva al bautismo para curar nuestras cegueras, para abrirnos los ojos de la fe.
La ceguera es una imagen de lo que hace el pecado en nosotros: impedir que veamos el amor de Dios y el amor de los demás, creando en nosotros un vacío enorme de amor. Somos ciego y ciegos de nacimiento porque “en el pecado nací, pecador me concibió mi madre”.
Pero, lo peor es que no nos damos cuenta de que estamos ciegos; eso es el fariseísmo: incapaces de reconocer nuestros pecados, echamos las culpas a los demás, desconfiando de todo y de todos (una de las consecuencias de la ceguera es la desconfianza).
Dios, en Cristo, se compadece de nuestra ceguera y se acerca a nosotros como se acercó al ciego del Evangelio. Y nos invita a que dejemos que su saliva, su palabra, caiga sobre nuestro polvo, nuestra realidad, y nos envía de nuevo, una y otra vez, a nuestro bautismo, para abrirnos los ojos y que podamos vernos a nosotros mismos, a los otros, a la realidad con los ojos de Dios.
Esa mirada de Dios:
. – que no se fija en las apariencias sino en el corazón (como con David: pecador, pero abierto a reconocer su pecado, a la conversión)
. – que nos hace ver la realidad no en blanco y negro o gris, sino con todos los colores del día (somos hijos del día, nos recordaba la segunda lectura)
. – Que ilumina nuestra historia como camino de encuentro con Cristo y entonces: Oh, feliz ceguera, Oh feliz culpa.
Con estos ojos abiertos, con esta luz, podemos confesar nuestra fe, confesar nuestra nada, nuestra miseria y el inmenso amor gratuito que Dios nos ha tenido, para vivir una fe encarnada, un Credo encarnado, que nos haga capaces de recibir la palma de la victoria, la palma siempre verde, símbolo de la Vida Eterna. Esa fe que ahora profesaremos.
Todas las lecturas hacen referencia a los signos bautismales: el agua: el salmo y el evangelio; la unción: la primera lectura y el salmo; el vestido de luz, la segunda lectura. El señor nos lleva al bautismo para curar nuestras cegueras, para abrirnos los ojos de la fe.
La ceguera es una imagen de lo que hace el pecado en nosotros: impedir que veamos el amor de Dios y el amor de los demás, creando en nosotros un vacío enorme de amor. Somos ciego y ciegos de nacimiento porque “en el pecado nací, pecador me concibió mi madre”.
Pero, lo peor es que no nos damos cuenta de que estamos ciegos; eso es el fariseísmo: incapaces de reconocer nuestros pecados, echamos las culpas a los demás, desconfiando de todo y de todos (una de las consecuencias de la ceguera es la desconfianza).
Dios, en Cristo, se compadece de nuestra ceguera y se acerca a nosotros como se acercó al ciego del Evangelio. Y nos invita a que dejemos que su saliva, su palabra, caiga sobre nuestro polvo, nuestra realidad, y nos envía de nuevo, una y otra vez, a nuestro bautismo, para abrirnos los ojos y que podamos vernos a nosotros mismos, a los otros, a la realidad con los ojos de Dios.
Esa mirada de Dios:
. – que no se fija en las apariencias sino en el corazón (como con David: pecador, pero abierto a reconocer su pecado, a la conversión)
. – que nos hace ver la realidad no en blanco y negro o gris, sino con todos los colores del día (somos hijos del día, nos recordaba la segunda lectura)
. – Que ilumina nuestra historia como camino de encuentro con Cristo y entonces: Oh, feliz ceguera, Oh feliz culpa.
Con estos ojos abiertos, con esta luz, podemos confesar nuestra fe, confesar nuestra nada, nuestra miseria y el inmenso amor gratuito que Dios nos ha tenido, para vivir una fe encarnada, un Credo encarnado, que nos haga capaces de recibir la palma de la victoria, la palma siempre verde, símbolo de la Vida Eterna. Esa fe que ahora profesaremos.
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