Domingo 5º de Cuaresma – Ciclo “A”
Ez 37, 12-14
Salmo 129
Rom 8, 8-11
Juan 11, 3-7.20-27.35-45.
En la oración que hemos rezado al inicio de la celebración (O. Colecta) le hemos pedido al Padre: “que nos haga vivir siempre de aquel mismo amor que movió a su Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo”. Este 5º domingo de Cuaresma es el del tercer escrutinio, el de la elección, el del amor gratuito de Dios, el amor a los enemigos, el amor a los que no se lo merecen. El único amor que resucita.
En la oración del ofertorio le diremos al Señor: “Tú, que nos has iniciado en la fe cristiana, purifícanos por la acción de este sacrificio”. Lo pedimos porque tenemos experiencia de una palabra y de unos sacramentos que nos rescatan de la muerte; tenemos experiencia, proclamaremos en el Prefacio, de la palabra y los sacramentos de Aquel que nos resucita con su humanidad y porque es el Señor de la vida.
En la primera lectura, Ezequiel nos recordaba que Dios no se complace en la muerte. “Dios no ha creado la muerte, sino que la muerte entró por la envidia del diablo” , proclama el libro de la sabiduría). Dios, que ama la vida, no quiere que los hombres, especialmente su pueblo, viva en la muerte, en la oscuridad y la corrupción del sepulcro, por eso su voluntad y sus promesas son de resurrección y de vida.
Con el Salmo proclamamos que el Señor ha escuchado nuestro grito cuando hemos estado en lo profundo de la muerte y ha bajado a nuestros infiernos para sacarnos de ahí. Por eso sabemos que el Señor librará a Israel de todos sus delitos, de todas sus muertes.
Con Pablo estamos seguros de que el Señor también resucitará nuestra carne por el poder de su Espíritu. Esa carne, esa humanidad nuestra en la que hemos sufrido porque está vendida al pecado, a la impotencia, a la muerte, sabemos que unida a Cristo está llamada a la transfiguración, a la resurrección.
No sólo la nuestra. Con Marta y María hemos visto el poder de resucitar a nuestros hermanos del que és la Resurrección y la vida. Para sacarlos de sus sepulcros, para levantarnos, para hacerlos caminar por el camino de la Vida. Porque Cristo ama y da la vida por nuestros hermanos. Hemos intercedido por nuestros hermanos cuando enferman o mueren, y hemos visto la eficacia de esta oración, que no es otra que el de recordar a Cristo su amor por él: “Señor aquel que amas está enfermo, ha muerto”
En la oración final, después de la comunión, le pediremos al Padre que nos cuente siempre entre los miembros de Cristo: cuyo cuerpo y sangre habremos comulgado. Este ha sido siempre el gran deseo de todos los santos: morir en la Iglesia, morir como hijos de la Iglesia. Que allí donde hemos experimentado tantas resurrecciones, podamos resucitar definitivamente y que “al despertar podamos saciarnos del rostro de Dios”.
Salmo 129
Rom 8, 8-11
Juan 11, 3-7.20-27.35-45.
En la oración que hemos rezado al inicio de la celebración (O. Colecta) le hemos pedido al Padre: “que nos haga vivir siempre de aquel mismo amor que movió a su Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo”. Este 5º domingo de Cuaresma es el del tercer escrutinio, el de la elección, el del amor gratuito de Dios, el amor a los enemigos, el amor a los que no se lo merecen. El único amor que resucita.
En la oración del ofertorio le diremos al Señor: “Tú, que nos has iniciado en la fe cristiana, purifícanos por la acción de este sacrificio”. Lo pedimos porque tenemos experiencia de una palabra y de unos sacramentos que nos rescatan de la muerte; tenemos experiencia, proclamaremos en el Prefacio, de la palabra y los sacramentos de Aquel que nos resucita con su humanidad y porque es el Señor de la vida.
En la primera lectura, Ezequiel nos recordaba que Dios no se complace en la muerte. “Dios no ha creado la muerte, sino que la muerte entró por la envidia del diablo” , proclama el libro de la sabiduría). Dios, que ama la vida, no quiere que los hombres, especialmente su pueblo, viva en la muerte, en la oscuridad y la corrupción del sepulcro, por eso su voluntad y sus promesas son de resurrección y de vida.
Con el Salmo proclamamos que el Señor ha escuchado nuestro grito cuando hemos estado en lo profundo de la muerte y ha bajado a nuestros infiernos para sacarnos de ahí. Por eso sabemos que el Señor librará a Israel de todos sus delitos, de todas sus muertes.
Con Pablo estamos seguros de que el Señor también resucitará nuestra carne por el poder de su Espíritu. Esa carne, esa humanidad nuestra en la que hemos sufrido porque está vendida al pecado, a la impotencia, a la muerte, sabemos que unida a Cristo está llamada a la transfiguración, a la resurrección.
No sólo la nuestra. Con Marta y María hemos visto el poder de resucitar a nuestros hermanos del que és la Resurrección y la vida. Para sacarlos de sus sepulcros, para levantarnos, para hacerlos caminar por el camino de la Vida. Porque Cristo ama y da la vida por nuestros hermanos. Hemos intercedido por nuestros hermanos cuando enferman o mueren, y hemos visto la eficacia de esta oración, que no es otra que el de recordar a Cristo su amor por él: “Señor aquel que amas está enfermo, ha muerto”
En la oración final, después de la comunión, le pediremos al Padre que nos cuente siempre entre los miembros de Cristo: cuyo cuerpo y sangre habremos comulgado. Este ha sido siempre el gran deseo de todos los santos: morir en la Iglesia, morir como hijos de la Iglesia. Que allí donde hemos experimentado tantas resurrecciones, podamos resucitar definitivamente y que “al despertar podamos saciarnos del rostro de Dios”.
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