22 domingo T. Ordinario Ciclo A


Jr. 20, 7-9

Sal 62

Rm 12, 1-2

Mt 16, 21-27

 

            Jesucristo en el Evangelio del domingo pasado preguntaba a sus discípulos, a nosotros: Quién decís que soy yo? Quién soy yo para ti?: Pedro, en nuestro nombre respondía: Tu eres el Mesías, el Hijo del Dios Vivo, el que Dios me envía para mi salvación.  

            

            En el Evangelio de hoy, Cristo vuelve a dialogar con nosotros y nos pregunta: Por qué quieres ser discípulo mío? Qué quieres de mí?  Si somos sinceros, responderemos: “lo que quiero, Señor, es ser feliz, que me hagas feliz, que me des una vida plena”. Por eso, no entendemos, como tampoco lo entiende Pedro, que esa vida plena pase por la cruz, por el sufrimiento. Creemos que la felicidad está precisamente en no tener problemas, en no tener sufrimientos, en que todo vaya bien. Y eso es lo que queremos para nosotros y para los nuestros. Si es así, nos equivocamos al seguir a Cristo: Él va a la Cruz y nos invita a seguirle en este camino que lleva a la Cruz.

 

Seguimos a Cristo verdaderamente, sólo si sentimos como Él, esa sed de la que hablaba el Salmo: Mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. Podemos vivir la vida, gastándola en mil cosas insubstanciales, defendiendo nuestra vida: una vida chata y gris. O podemos sentir sed de un amor infinito, sed de verdad plena, sed de sentido. Sed de Dios: cuándo podré ver el rostro de Dios?

 

Seguimos a Cristo si hemos experimentado que sólo Él tiene Palabras de Vida Eterna. Que esta palabra de Cristo enciende en nosotros ese fuego ardiente del que hablaba la 1ª lectura. El fuego que, como la zarza ardiente, arde sin consumirse, el fuego ardiente del amor gratuito de Dios, de la gracia de Dios, del Espíritu Santo.

 

Seguimos a Cristo sólo si ese Espíritu nos testifica que el entrar en la cruz, en el sufrimiento, dando la vida, es el camino hacia la vida verdadera, la vida resucitada. “Vale. Entendido: se trata de dar la vida, pues a dar la vida”! Ya es mucho saberlo.

 

            ¿Pero qué vida vamos a dar, si no tenemos la vida? ¿La vida de Juan? ¿la de Paco? ¿la tuya? Vaya asco, con perdón.  La única vida que vale la pena tener y dar, la única vida que nos resucita y resucita a quien la recibe es la vida de Cristo.

 

            Por eso lo importante, para mí es vivir la vida de Cristo. Vivir nuestra pobre vida en una liturgia, como nos recordaba la 2ª lectura. Una liturgia pascual, en la que el Señor vaya haciendo morir ese “Yo” tan grande que tenemos y del que estamos tan hartos (eso espero) y que sea Cristo el que viva en mí y me lleve a dar “su Vida”, unida a esta pobre vida mía. 

 

            Ese juicio del que hablaba al final el Evangelio es hoy. Aceptar que esta Palabra es verdad y creer que el Señor puede hacer esta obra en nosotros, en su poder, en su gracia, porque Él se da a nosotros en la Palabra y en la eucaristía.

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