23 domingo T. Ordinario Ciclo A


Ez 33, 7-9

Sal 94

Rm 13, 8-10

Mt 18, 15-20

 

            En evangelio de la semana pasada vimos como Cristo corregía a Pedro. La Primera lectura de hoy nos recuerda que Dios ha querido hacer de nosotros un pueblo de Profetas. Un pueblo llamado a acoger, anunciar y compartir el amor gratuito de Dios, porque cada cristiano es sujeto del amor de Dios, del Dios que es amor, y comparte el amor que Dios tiene por cada hombre.  

            

            El cristiano, como nos recordaba la segunda lectura, da testimonio del Evangelio.  De la Buena Noticia que el Camino de Salvación de todo hombre, la Torá, cuya plenitud se encuentra en el Shemá, en el amor a Dios y a los demás, un camino que era inalcanzable a los hombres en su situación de pecado, ahora es posible vivirlo y comunicarlo en nuestras vidas gracias a el verdadero y definitivo Camino: Cristo.

 

La presencia del amor de Dios en nosotros nos hace solidarios. El pecado nos lleva a la insolidaridad. La palabra de Dios está llena de ejemplos. Adán echa las culpas a Eva. Caín mata a Abel mientras afirma “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?” Ya dice la sabiduría popular: “quien dice las verdades pierde las amistades”. Sólo los niños, los borrachos, los locos dicen lo que piensan. Y también los que odian con intención de hacer daño.

 

La misma palabra de Dios parece bendecir esa insolidaridad cuando insiste tanto y de tantas maneras en el ¨No juzgarás” “¿Porque te fijas en la brizna de paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que hay en el tuyo? ¨ Además está claro que es mejor que no te metas a salvador no sea que acabes crucificado”. Parece que nos dé la razón cuando adoptamos un “santo” pasotismo con respecto a los demás.

 

Pero, la “Caridad”, la Gracia, la presencia del Espíritu Santo nos lleva a tener los mismos sentimientos de Cristo. Cristo se ha hecho solidario del hombre hasta la muerte y una muerte en Cruz. El Espíritu de Cristo en nosotros a alegrarnos con el bien de los demás y a preocuparnos cuando vemos que el otro está sufriendo, está mal, está desorientado. El otro, sobre todo el hermano, no nos deja indiferentes.

 

            El Espíritu de Cristo no te lleva a juzgar y mucho menos a condenar, sino a a
mar al otro. 
Los Cristianos, hermanos de Cristo y en Cristo, se preocupan unos de otros y se ayudan mutuamente a convertirse a Cristo, al amor gratuito de Dios, no a convertirse a una ley, una exigencia, a un perfeccionismo, a un ideal de lo que cada uno querría, a un ideal de comunidad. 

 

            Un ciego no puede conducir a otro ciego o caerán los dos en el pozo.  Sólo el que tiene los ojos abiertos al amor de Dios y del prójimo, sólo desde la humildad de Cristo (“considerando a los otros como superiores a ti”), sólo con la sensibilidad-ternura de Cristo, sólo siendo profundamente solidario con el hermano, puedes vivir la sabiduría y la verdad de este evangelio. Siempre rezando los unos por los otros.

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