24 domingo T. Ordinario Ciclo A
Eclo 27, 33 -28, 8
Sal 102
Rm 14, 7-9
Mt 18, 21-35
Hermanos, si estamos aquí, en la Iglesia, es porque ha habido una llamada, una elección por parte del Señor. Él está haciendo una obra con nosotros: nos rescata del faraón, nos lleva por un camino de humildad, de obediencia, nos rescata de nosotros mismos, nos ha comprado con su propia sangre para que no pertenezcamos a los ídolos ni a nuestro yo orgulloso, sino que le pertenezcamos a él, como nos recordaba la 2ª lectura.
Él quiere unirnos a Él para llevar a cabo una misión que sólo Él, Cabeza y Cuerpo, puede hacer. Anunciar y encarnar el amor a los enemigos, cargar con el pecado de los demás, detener la ola de violencia y de venganza que marcan las relaciones humanos.
Entender lo que es el perdón y vivirlo no es algo natural, no es algo que nos salga espontáneamente. Hablemos claro, dejándonos de poesía: el perdón en una “injusticia”. Lo justo es que el que la hace la pague. Por eso, no en vano dice Jesús: mi Reino no es de este mundo. Una sociedad donde hacer el mal no tenga consecuencias, es el paraíso de los malhechores, un caos.
Eso sí, nos recordaba la primera lectura, no se puede confundir la justicia con la venganza ni con la violencia. La experiencia demuestra que cuando vemos una injusticia y, sobre todo, cuando nos la hacen a nosotros, surge en nosotros una rabia, un deseo de hacer que lo paguen, de hacer sufrir al que hace sufrir. Pero ese si ese sentimiento nos domina, nos vuelve injustos a nosotros mismos y contribuimos a que el mal crezca en el mundo.
Hay en la sociedad encargados de hacer justicia y de intentar controlar la violencia. Pero esa misión no le corresponde a Cristo. Cristo no ha venido a juzgar, ni a condenar, si siquiera a solucionar las injusticias (recordad la respuesta de Cristo al hermano que se quejaba del egoísmo del otro). Cristo y los cristianos no se toman la justicia por su mano, remiten la justicia a las autoridades, y como éstas son humanas y fallan, en último término los cristianos remiten la justicia a Dios, el único justo y fuente de toda justicia.
La misión de Cristo y de los cristianos es anunciar y abrir un camino de Salvación. Un camino para los alejados, los malvados, los perversos, los pecadores. Un camino de Gracia, de amor gratuito, de un amor que crea y resucita, ese amor que cantaba el Salmo de hoy. Un amor que es Dios mismo y que viene a recordarnos que nuestra felicidad y nuestra realización se halla en ser Imágenes de este amor que es Dios (1 Co 13).
Por ello, Señor nos ha puesto en una comunidad que no es de santos, sino de pecadores. Pedro no ha entendido algo que el Señor en el Evangelio nos ayuda a entender: la comunidad cristiana no es un grupo de amigos, ni de gente estupenda. Es una escuela, un gimnasio, una palestra donde aprendemos a dejar que el Espíritu Santo cree en nosotros un corazón nuevo, un corazón como el de Cristo, manso y humilde, que nos haga capaces de amar: capaces de pedir perdón de corazón y perdonar de corazón.
Somos administradores de ese amor gratuito de Dios, del perdón de Dios. Por eso al final de nuestros días el Señor preguntará a sus discípulos, nos preguntará: ¿has sido buen administrador? ¿cuántas veces has perdonado de corazón? ¿cuántas veces has dejado que Yo, viviendo en ti, pudiera amar al enemigo, pudiera perdonar?
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