A.- Domingo 29 Ordinario


 Is 45, 1.4-6

Sal 95

1 Tes 1, 1-5


Mt 22, 15-21

 

           La Palabra de Dios viene a recordarnos hoy la elección del Señor sobre cada uno de nosotrosEn la 2ª lectura Pablo se alegra de que hayamos acogido la fe y que mantengamos nuestra esperanza en el Señor, para que podamos así colaborar con Cristo y cumplir su misión en nuestra sociedad.

 

Una sociedad donde el hombre sufre a causa del pecado y de su alejamiento de Dios en la frustrante búsqueda de un mundo utópico. Una sociedad donde, pese al progreso en todos los campos, siguen reinando el orgullo, el egoísmo, la codicia y donde se vive en medio de divisiones, conflictos, y las injusticias. Como en la sociedad en que vivió Jesús: un pueblo sometido a la opresión política y económica de los romanos. 

 

Como a Jesús, también a nosotros los cristianos, se nos pide que demos una respuesta política y social. Recordemos como aquel hermano que se ha visto despojado de su parte de la herencia por su propio hermano, quiere que Jesús obligue al otro a repartirla (Lc 12, 13-21). Y si Jesús, o nosotros, caemos en la tentación de hacer política o ponernos a solucionar las injusticias, ¿quién llevará a cabo la misión que Dios nos ha encomendado y que no es esa?

 

Es cierto que las injusticias sociales y políticas son fuente de muchos sufrimientos y hay que trabajar en solucionarlas. La Iglesia, en la Gaudium et Spes, nos invita a ser buenos ciudadanos (recordemos la preciosa carta a Diogneto). Pero no nos corresponde a nosotros ese trabajo. Recordar la imagen del cocido; en esta olla que es el mundo tiene que haber de todo: garbanzos, verduras, tocino, pollo, … pero nada tiene sabor si le falta la sal y la sal no puede desvirtuarse. Su misión es morir para dar sabor al cocido.

          

            Nuestra misión es la de anunciar y dar testimonio de un Reino que no este mundo, de un Rey que, de modo misterioso conduce la historia hacia su consumación.  Así nos lo recordaba la primera lectura y el salmo. Un rey que no ha venido a juzgar ni a condenar, sino a traer una justicia superior a la de los hombres (la justicia de la Cruz) y una reconciliación y una paz, no como la da el mundo, en un Reino donde no hay ni hombre ni mujer, ni esclavo ni libre, ni judío ni romano, ni catalán ni castellano.

 

El Reino de Dios, que Dios reine, sólo es posible cuando se da a Dios el tributo que lleva grabada su Imagen y su Inscripción.  Nuestra misión es anunciar al hombre, porque lo hemos vivido en nosotros, que puede llegar a ser Imagen de Dios como Cristo, gracias al sello del Espíritu Santo, y a ese nombre con que se nos ha inscrito en el Bautismo.

 

Nosotros, hermanos, somos esa moneda, ese tributo ofrecido a Dios. Somos como esa moneda perdida, que la mujer (María, la Iglesia) ha encontrado y ha celebrado (Lc 15, 8-10), somos como esas dos moneditas que la viuda ofrece para la construcción del templo (Lc 21, 1-4), somos como esa otra moneda que Jesús saca de la boca del pez para cumplir toda justicia (Mt 17, 24-27). 

 

Llevemos este tributo, esta ofrenda a la Eucaristía.

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