Domingo 5 Cuaresma "C"
Is 43, 16-21
Sal 125
Fl 3, 8-14
Jn 8, 1-11
La primera lectura nos recordaba que nos acercamos a la Pascua y nos invitaba a vivirla como lo que es: un memorial. El “memorial” nos lleva ciertamente a recordar con agradecimiento la obra de Salvación que el Señor ha hecho con nosotros, nuestra historia de Salvación, pero no nos ancla al pasado, sino que nos lleva a vivir la novedad del Éxodo, de la Pascua, la actualidad de la Salvación porque “el brazo del Señor no se ha secado”.
Cierto que para vivir la Pascua, como nos recordaba el Salmo, es necesario entrar en la Cruz, es necesario que esas semillas que llevamos sean plantadas y mueran. Pero si estamos aquí es porque tenemos experiencias de los frutos de la obediencia. Como Abraham iba llorando a sacrificar a su hijo, pero volvió cantando, trayendo las gavillas de la Resurrección, también nosotros sabemos que quien guarda su vida, la pierde y que quien la entrega, la gana.
Podemos hacer Pascua porque, como nos recordaba la Epístola a los Filipenses, hemos sido alcanzados por Cristo. Él nos ha amado primero, ha bajado a nuestro Egipto, ha roto nuestras cadenas, ha abierto las puertas, se ha puesto en marcha y nos ha llamado a seguirlo y nosotros fijos los ojos en Él, vamos tras él para alcanzarlo. Ojalá, como enamorados, pudiéramos decir como el famoso bolero: “Si tú me dices: ven!, lo dejo todo”.
Es cierto que, como la mujer del Evangelio, imagen de la Iglesia, hemos sido tantas veces adúlteros personal y comunitariamente. Nos hemos ido tantas veces detrás de los ídolos y tiene razón el acusador cuando nos denuncia. Pero Cristo no nos condena. Él, escribiendo en el polvo, nos recuerda que ya sabe que somos polvo, que aceptando la verdad que nos lleva a la humildad, Él tiene el poder de devolvernos la inocencia perdida, con la eficacia de su Palabra: “No peques más”.
Que esta Pascua, al unirnos a Cristo, al asemejarnos más a Cristo, nos dé su discernimiento. El discernimiento que nos lleve a dejar de etiquetar a nuestros hermanos, a dividirlos en buenos y malos, justos e injustos. A saber que si es verdad que nadie está libre de pecado, que no nos podemos fiar de nadie como sabía Jesucristo, ser sacramentos de la paciencia, de la misericordia, del perdón, del amor gratuito de Dios.
A vivir la verdad que contienen las palabras que pronunciamos antes de recibir la comunión: Señor, no soy digno de que entres en mí casa, pero una Palabra tuya bastará para salvarme.
Comentarios
Publicar un comentario