23/01/01 Santa María, Madre de Dios



Nm 6, 22-27
Sal 66
Gal 4, 4-7
Lc 2, 16-21
 

Estupendo poder celebrar eucaristía en este día tan lleno de significado y con tantos motivos para dar gracias a Dios y para celebrar. 
 
Celebramos en primer lugar la Octava de NavidadLitúrgicamente estamos aún en el “Hoy” del día de Navidad. Hay fiestas que no caben en un día, que nos abren a una nueva creación, al octavo día, a la eternidad. Nos cuesta vivir o imaginar una fiesta que no se acaba. Nos es más fácil imaginar un sufrimiento que no se acaba, como nos es más fácil imaginar el infierno que el cielo. Este cuerpo no aguantaría una fiesta eterna, necesitamos un nuevo cuerpo.
 
En este octavo día el niño Dios, el Enmanuel, es circuncidado y recibe el nombre de Jesús.Yahvé salva. Un nombre ante el que toda rodilla se doblará en el cielo, en la tierra y en los abismos. Un nombre que ahuyenta a los demonios y que salva a todo el que lo invoca.  
 
Celebramos también que el Concilio de Éfeso proclamó a María no sólo madre de la naturaleza humana de Jesús, sino del Cristo total: la Theotokos, la Madre de Dios. Algo inimaginable, inconcebible, escandaloso… pero que nos asegura que María, la Iglesia tiene, por gracia de Dios, el poder de engendrar verdaderos Hijos de Dios.
 
Por iniciativa de San Pablo VI, celebramos también hoy la Jornada Mundial de la Paz. Se nos invita a rezar incansablemente por la Paz, una Paz humanamente imposible, pero no para Dios que lo puede todos, ni para los Hijos de Dios, los mansos, los que buscan la paz, los que tienen el poder de amar y dar la vida por los enemigos. Por eso la creación espera ardientemente la manifestación de los Hijos de Dios, los mansos, los pacíficos.
 
 Celebramos también el año nuevo civil, damos gracias a Dios por el don de la vida, por el don del tiempo. Este tiempo que cuando no tiene sentido nos mata, y por eso hay que matarlo: matar el tiempo. Ese tiempo que recuerda a los hombres un pasado no siempre iluminado ni aceptado y que nos lleva a un futuro contemplado con pesimismo y miedo. Por ello hay que exorcizar ese futuro con liturgia llena de ritos paganos (las uvas aquí, las lentejas en Italia, el color rojo, el ruido, las borracheras). Nosotros celebramos el tiempo porque él nos lleva al encuentro con el Señor, porque es un tiempo de salvación, lleno de las bendiciones del Seño: este año pasado la nueva comunidad. Y hacemos el propósito de no hacer propósitos. El único deseo-voto para el año que viene es pedirle al Señor que no permita que nos apartemos de él y que no echemos en saco todo sus gracias.
 
Y, como broche de oro, esta maravillosa palabra que hemos proclamado.
 
La preciosa bendición del libro de los Números Que el Señor no deje de mostrarnos su rostro porque si el Señor nos lo oculta estamos perdidos, en la oscuridad. No me ocultes tu rostro, Señor, buscaré cada día tu rostro. Y, eso que según las Escrituras, nadie puede contemplar el rostro de Dios y seguir vivo. Cierto que el contemplar la santidad de Dios y nuestra nada, nos mata. Pero también porque después de haber visto el rostro de infinita belleza, ternura, bondad, amor de Dios… volver a la vida es como una condenación. Hagamos tres tiendas, Ay muero porque no muero.
 
La carta a los Gálatas nos recordaba que el Señor no ha hecho una obra en nosotros, para llevarnos de nuevo al miedo, al cumplimiento, a los juicios, al fariseísmo, sino para que podamos disfrutar de ese gran don que es la libertad de los Hijos de Dios, libres para amar a Dios y al prójimo.
 
En el Evangelio hemos proclamado nuestra experiencia. También nosotros, como los pastores, hemos recibido el anuncio de una buena noticia que nos ha puesto en camino hacía el encuentro íntimo con el Hijo de Dios que hemos hallado en brazos de su Madre. Todo tal como se nos había anunciado. Y esa experiencia ha hecho de nosotros, como de los pastores, heraldos del Evangelio, testimonios de la fidelidad de Dios, del cumplimiento de sus promesas de Salvación.
 
¿Cómo pagaré al Señor todo el Bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la Salvación e invocaré el nombre del Señor. Oh, Jesús mío, qué grande ha sido tu amor conmigo.

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