12 domingo T. Ordinario Ciclo A

Jr 20, 10-13

Sal 68

Rm 5, 12-15

Mt 10, 26-33

 

            El Evangelio nos recuerda hoy el mensaje principal de Jesús Resucitado: No tengáis miedo. Lo repite hasta tres veces y lo hace en el contexto de la misión. El domingo pasado, el Señor nos recordaba que Él, conociéndonos por nuestros nombres nos invitaba a compartir el amor del Padre hacía los hombres que están cansados, agobiados, como ovejas sin pastor, y nos invitaba a ser colaboradores suyos en su misión.

            

            Lo que Cristo nos dice en el Evangelio, lo sabe muy bien, porque lo ha vivido en su persona: Él, Palabra de Dios, es el verdadero profeta y la fuente de toda profecía. Y ya sabemos cómo acaban todos los profetas. ¿Cómo es posible que alguien que no viene a juzgar, ni a condenar, que viene a servir humildemente, que viene a comunicar el amor gratuito del Padre, que viene a ofrecer la Salvación, sea perseguido con tanta dureza? 

 

Conocer la respuesta es importante, porque nosotros, unidos a Cristo, somos enviados como profetas. Somos enviados, con un testimonio de la verdad, a los enfermos que necesitan curación, somos enviados a los pecadores que necesitan perdón. 

 

Pero… y si los enfermos no quieren reconocer su enfermedad? Y si los pecadores se niegan a ver sus pecados? Por qué el Señor cuando nos envía nos dice: “Os mando como corderos en medio de lobos”? Y no hace falta que les digamos nada, simplemente con vivir la fe, con no participar en su modo de vida, ya les irritamos, como bien recoge el libro de la Sabiduría (3, 1-12).

 

            Al que Dios llama a ser profeta tiene la persecución exterior asegurada, sin hablar de los combates internos al ver el abismo entre la grandeza de la misión y la pequeñez y el pecado del propio profeta. ¿Quién puede resistir humanamente?  Todo ello es posible porque es “El Espíritu del Señor el que está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la salvación”. La primera lectura nos ilumina cómo Dios ayuda al profeta en su misión. La confianza en Dios, el poder remitir la Justicia a Dios, la seguridad en la victoria y en la alabanza final, el invocar al Señor (como nos recordaba el salmo) … 

 

            Ese Espíritu es el que llevo a Cristo a confiar plenamente en la Providencia del Padre. Y por eso él nos invita también a nosotros a confiar en ese amor providente del Padre: estamos en las manos de Dios y Él se preocupa de nosotros mientras dure nuestra misión, hasta que llegue nuestra hora.

 

            La misión se hace no desde arriba, sino desde la solidaridad con las ovejas perdidas. La epístola a los Romanos nos recordaba la solidaridad de Cristo con los hombres. Él inaugura una nueva humanidad de la que nosotros somos un adelanto, unas primicias. Hemos sido uno con Adán (hemos reconocido nuestro pecado, nuestra enfermedad), somos uno en Cristo. La Palabra hoy nos invita a confiar en la fuerza, en la eficacia de la obra salvadora de Cristo, para poder entrar en el descanso, para poder decir en verdad: “Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en Paz, porque mis ojos han visto tu Salvación”

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