A.- Domingo 20 Ordinario
Is 56, 1.6-7
Sal 66
Rm 11, 13-15, 29-32
Mt 15, 21-28
La Palabra de Dios siempre nos viene a recordar el Kerigma, la Buena Noticia. Lo hemos proclamado en el Salmo: Dios, que es Amor Gratuito, lo que quiere es que todos los hombres, de todos los pueblos, de todas las naciones, puedan cantar de alegría al conocer la salvación, al conocerle a Él; lo que quiere el Señor es que no tengamos una vida vacía, inútil, de esclavos, sino que nuestra tierra, nosotros, acojamos la bendición del Señor para que demos fruto abundante y nuestro fruto permanezca.
El gran enemigo para poder acoger la salvación, la bendición, para acoger a Cristo es el demonio del orgullo. Ese demonio que a nosotros nos hace caer tantas veces, pero que a los que no conocen a Cristo, a los paganos, los tiene esclavizados en un círculo de autodestrucción (los quema, los ahoga) como vemos que hacía con la hija de la mujer que aparece en el Evangelio.
Para poder anunciar esa salvación abierta a los pequeños, a los humildes, el Señor se escoge a un pueblo, el más pequeño. Dios hace con ese pueblo una historia de Salvación, un catecumenado (una historia de fracasos, de pecados, de infidelidades) para que librar a ese pueblo del demonio del orgullo y dejar un resto, los pobres de Yahvé, los humildes, los que tienen el corazón contrito y humillado, los que se estremecen al oír la palabra del Señor. Los que han entendido, como Pablo, que Dios es siempre fiel en su elección, aunque escriba recto con líneas torcidas.
Jesús viene a reunir a ese resto de Israel, a esas ovejas heridas, descarriadas para hacer con ellas un sacramento de Salvación, del amor gratuito que Dios tiene por cada hombre perdido, descarriado, esclavo. Dios regala a su pueblo una justicia, una sabiduría que sobrepasa a la de Salomón: la justicia y la sabiduría de la cruz. Una sabiduría que atrae porque es una respuestaa los porqués dolorosos de los hombres: el porqué de los deseos infinitos de amor, de felicidad que hay en cada hombre y el porqué de sus sufrimientos, de la muerte.
Pero ese camino de humildad, Dios lo hace con cada persona. Con todo hombre que viene a este mundo, Dios hace un catecumenado, un camino de descendimiento para llevarlo a la verdad que le hará libre, a la humildad. Pero el hombre no tiene iluminado ese camino, necesita de una luz que ilumine, una sal que dé sabor, un fermento que haga crecer su pan. Necesita el testimonio de la Iglesia.
Necesitamos saber para poder servir al Señor con alegría, para descansar sabiéndonos siervos inútiles, que el Señor trabaja más que nosotros, ama más que nosotros. Dios había preparado a esa mujer para el encuentro con Cristo, el encuentro con la Salvación, con la justicia de la Cruz, abriéndola al don de la humildad. Cristo reconoce en ella, una pagana, la obra de su Padre, como reconoce en un centurión romano el don de la fe, o en el leproso samaritano el don de la alabanza.
Los hambrientos vengan a hacer Pascua con nosotros. Los necesitados, los hoy esclavos. Aceptemos el pan de la fatiga, para con Cristo alzar la copa de la bendición.
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