"B" - Domingo 1 de Adviento
Is 63, 16-19; 64, 2-7
Sal 79
1 C 1, 3-9
Mc 13, 33-37
¿Por qué permites, Señor, que nosotros nos extraviemos, que la humanidad se extravíe, se aparte de ti? Proclama el profeta Isaías. Sabemos, puesto que Dios mismo lo ha revelado, su firme decisión de respetar a ese hombre que ha creado libre. Y él, que escruta los corazones, permite a aquel hombre que en su corazón quiere tomar otros caminos, que los tome y vea a dónde conducen.
Pero Dios permanece siempre atento a los gritos mudos del corazón del hombre cuando sufre, cómo escuchó los gritos mudos de Israel en Egipto. Y, si en el corazón del hombre encuentra este grito: “Ojalá rasgases el cielo y bajases!”, responde sin tardar y ese grito mudo de la humanidad se hace audible en el grito de Adviento de la Iglesia: “Ven, Señor Jesús”.
Nosotros somos la Voz de la humanidad sufriente porque tenemos experiencia de que el Señor baja a nosotros siempre que lo invocamos. Y por ello, con el Salmo, cumpliendo con nuestro oficio de pueblo sacerdotal, podemos gritar en nombre de toda la humanidad: “Señor, despierta tu poder y ven a salvarnos. Que brille tu rostro y nos salve”.
En medio de una humanidad que duerme en la noche su borrachera y su tristeza, su borrachera triste, a los cristianos Dios nos encarga la misión profética de estar en vela, de vigilar. Nosotros tenemos experiencia de que el Señor puede venir, puede pasar al atardecer (como lo experimentaron aquellos discípulos de Emaús), en mitad de la noche (como lo vivieron los discípulos en aquella barca en medio de la tormenta), en el canto del gallo (cuando Pedro se encontró con la mirada de Cristo) o al amaneces (como aquellas mujeres que se dirigían tristes y preocupadas al sepulcro).
Porque tenemos esa experiencia y para significar esa importancia de estar en vela nos levantamos esta semana en mitad de la noche. Nos levantamos para acoger la Palabra, pero sobre todo, para pedir al Señor que se apiade de la humanidad, especialmente de nuestros próximos que viven en tinieblas y sombras de muerte, y venga a ellos.
Como nos recordaba la epístola a los Corintios, el Señor, en su venida a nuestras vidas, nos ha colmado de multitud de dones. Por eso es nuestro deber y salvación anunciar la gracia y la paz que conlleva acoger a Cristo, ser testimonios de ese Cristo que vino en humildad, que vendrá glorioso y que viene ahora oculta e íntimamente, como ese amado del Cantar de los Cantares, y a quien le abre la puerta le trae el regalo de poder participar de su propia victoria y de su propia Vida.
Que en nuestras eucaristías de Adviento, resuene con fuerza y fe el Maranatá, Ven Señor Jesús.
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