B.- Domingo 4 Ordinario

 


Dt 18, 15-20

Sal 94

1 Co 7, 32-35

Mc 1, 21-28

 

          Dice San Agustín que el corazón del hombre está inquieto hasta que no encuentra a Dios. El Salmo que hemos proclamado hoy y proclamamos cada día, afirma que para encontrar a Dios, y entrar en el descanso, el hombre necesita escuchar la voz de Dios, la Palabra de Dios. Dios nos habla cada día en la historia, pero… ¿cómo reconocer su voz entre tantas voces? ¿cómo entender lo que nos dice?

 

            La primera lectura nos recordaba que la Palabra de Dios nos llega siempre encarnada. Dios no nos habla nunca directamente, sino siempre a través de unos profetas que tienen la misión de abrir nuestros oídos con la Palabra para que podamos escuchar la voz del Señor en nuestra historia. Como el sordo a quien el Señor con su saliva abrió el oído, el profeta con su palabra cura nuestra sordera.

 

            Nosotros hemos tenido también profetas que al abrir nuestro oído han hecho de nosotros un pueblo de profetas. Por el Bautismo, somos profetas enviados a ser portadores de Cristo, portadores de su Palabra, una palabra que, como hemos proclamado en el Evangelio, siendo luz tiene el poder de disipar las tinieblas, la oscuridad, una Palabra que tiene el poder de curar a los oprimidos por el mal.

      

            La primera lectura proclamaba que lo importante del profeta es la fidelidad a la Palabra recibida. En este sentido, en la segunda lectura, Pablo nos aseguraba que la comparación que hace de la virginidad respecto al matrimonio no es para ponernos una trampa, para confundirnos, sino que para ser fieles a nuestra misión lo esencial es poner a Cristo en primer lugar, a ponerlo en el centro de nuestra vida. 

 

            La unión profunda y personal con Cristo es esencial para poder realizar la misión profética a la que el Señor nos llama. “Separados de mí no podéis nada”. Sólo unidos a él tendremos esa fuerza, esa autoridad, esa exousia que asombraba a los que le escuchaban como hemos visto en el Evangelio. 

 

La fuerza del profeta no viene de él, sino del poder del que le ha enviado. Pero el profeta no repite una lección que ha memorizado, como los escribas y fariseos. Lo que dice el profeta le sale “de dentro” (ese es el significado de “exousia”), porque dentro tiene a Cristo. Tiene autoridad, porque tiene dentro al autor de la Palabra, a Cristo. El profeta es un “Cristóforo” (Cristóbal) un portador de Cristo. 

 

Lo primero en nuestra vida y su centro es Cristo, ser portadores de Cristo. Por eso lo primero y el centro de la vida del cristiano es la Eucaristía, donde recibimos a Cristo, donde Cristo se hace uno con nosotros, donde alimentándonos de su Palabra, pasamos a ser su Palabra, donde alimentándonos de su Cuerpo y Sangre pasamos a ser su cuerpo y su sangre.

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