Domingo 14 "B"


Ez 2, 2-5

Sal 122

2 Co 12, 7-10

Mc 6, 1-6

 

 

          Dios, porque ama inmensamente al hombre, no se queda tranquilo viendo lo desorientado, lo perdido que está, y por eso se comunica con el hombre, habla al hombre. Con su Palabra quiere iluminar la situación del hombre, indicarle el camino de la Vida, sostenerlo en su caminar, avisarlo si se desvía del Camino.

 

Tantas veces querríamos que el Señor nos hablará clara y directamente, sin intermediarios. Pero, como dice el salmo: “la voz del Señor es potente, la voz del Señor es terrible, sacude el desierto, descorteza los robles”. Si el Señor nos hablara directamente nos dominaría el pánico, nos quitaría la libertad. Por eso el Pueblo de Dios en el Sinaí le pide que no le hable más así, y el Señor los escucha y les promete hablarles siempre por medio de los profetas. 

 

         El profeta es el amigo de Dios, el enviado por Dios, para comunicar su Palabra, una Palabra que es Luz, que es Vida, que es Salvación. Comunica esta Palabra de Dios no sólo con su hablar, sino una vida que encarna este mensaje, que testimonia la Verdad del mensaje del que es Portador. 

 

Pero el profeta es una pobre creatura. encarna este mensaje que él vive de una forma humilde, en su humanidad, en su carne débil. El profeta lleva este tesoro en un vaso de barro. La humanidad del profeta es motivo de escándalo y, una excusa para quien, a pesar de la verdad de la Palabra en sí, no quiere escuchar, obedecer la Palabra. 

 

El Evangelio nos muestra como Cristo, Palabra de Dios hecha carne, “El Profeta” y fuente de la profecía, también experimenta en su humanidad esta debilidad. Se “asombra” de la falta de fe, de la poca acogida de los suyos a la Palabra. Experimenta la dureza de corazón y la acepción de personas.

 

Quien acoge a un profeta por ser profeta, recibe recompensa de profeta. Acogiendo la Palabra, el Kerigma, en el bautismo el Señor ha hecho de nosotros un pueblo de profetas, asociándonos a la misión profética de Cristo, y lo ha hecho en nuestra humildad, en nuestra debilidad, como hizo el Señor Con Pablo. Lo hacemos viviendo nuestra fe en medio de los nuestros, en medio de esta sociedad, de este siglo

 

Podemos estar tentados, como lo estaba Pablo, a pensar que nuestra debilidad es un impedimento para nuestra misión.  Querríamos ser impecables, no fallar nunca, acertar siempre, pero el Señor nos recuerda que lo importante es estar enamorados de él, confiar en él, apoyarnos en él, hacer lo que él nos mande. Nos recuerda que somos Israel: que hemos conocido nuestra debilidad y por eso nos apoyamos en él.

 

Como a Elías en su camino, el Señor, nos prepara en esta Eucaristía un alimento que nos sostendrá en el camino, que nos dará fuerzas para seguir con la misión profética que él nos ha encomendado. Animo

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