Domingo 22 "B"


Dt 4, 1-2.6-8

Sal 14

St 1,17-18.21-22.27

Mc 7, 1-8.14-15,21-23

 

 

            La palabra de hoy nos invita a darnos cuenta de lo afortunados que somos. Ante todo por tener un Dios tan cercano y amable, tan digno de ser amado, como nos recordaba la primera lectura. 

 

Un Dios Que es luz sin sombra que no cambia, como decía Santa Teresa: que no se muda, que es siempre amor puro gratuito.

 

            También somos afortunados porque él nos ha dado a conocer el camino de la vida, la ley, la torá, el Shemá. Una palabra de amor que busca encarnarse en quien quiera amar, porque la plenitud de la ley está en el amor, en la misericordia, especialmente con aquellos que más lo necesitan, como nos lo recordaban el salmo y el apóstol Santiago. 

 

Una palabra, una ley de sabiduría que es puro Don, para que nadie se gloríe. Una palabra, una ley, que es para vivirla, no para usarla en juzgar y cargarse al otro, como hacen los fariseos en el Evangelio, como hacen los fariseos de todas las épocas.         

 

            El fariseo siempre busca el cumplimiento, la imagen, la apariencia exterior, para que nadie les juzgue, porque piensa el ladrón que todos son de su condición. Cómo el fariseo juzga y condena, cree que todos juzgan y condenan.Pero Jesús no se fija en las apariencias.

 

            Es verdad que las acciones del hombre son buenas o malas objetivamente: dar limosna, rezar, enseñar son cosas buenas, independientemente de quien las haga y de las intenciones que tenga. Por eso, no puede uno excusarse en no hacer una buena acción por una pureza de intenciones. 

 

Mientras los fariseos hablan del “cumplimiento” de muchas leyes y tradiciones (humanas), Jesús habla de “EL MANDAMIENTO” que no es otro que “que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.

 

En este evangelio se ve claramente porque Jesús nos dice respecto a los fariseos: “Haced lo que os dicen los fariseos…”, (o sea: lavaros las manos que aunque no sea “pecado”, pero está bien), “pero no hagáis lo que ellos hacen (o sea, juzgar y condenar, y saltarse el mandamiento del amor)

 

            Jesús nos invita a preocuparnos por lo que hay en nuestro corazón: a conocernos en verdad, en profundidad, sin escandalizarnos; porque él ya nos conoce, él sabe lo que hay en el corazón del hombre y no, por eso, deja de amar al hombre y no deja de dar su vida por él  

 

            Jesús no quiere que vivamos en el miedo y en la esclavitud de la ley. Él ha venido a sanar el corazón del hombre, a quitarle el corazón de piedra, y darle un corazón de carne, su propio corazón, un corazón capaz de amar

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