Domingo 5 Tiempo Ordinario "C"
Is 6, 1-8
Sal 137
1 Co 15, 1-16
Lc 5, 1-11
La palabra de hoy nos invita a recordar y renovar nuestra vocación, la llamada que Dios nos hace En Cristo. Una llamada que transforma nuestro ser y nuestra vida haciendo de nuestro ser y nuestra vida una misión.
Como en Isaías, en el inicio de nuestra vocación se encuentra una experiencia de la santidad de Dios, de la santidad de su palabra. Hemos experimentado la plenitud de sentido, de ser, de belleza, de bondad, de amor gratuito de Dios. Una plenitud de vida que se nos ofrecía gratuitamente. Y se nos invitaba a acoger y a dar testimonio de esta santidad De Dios.
La epístola a los Corintios nos recordaba que dar testimonio de la santidad de Dios es dar testimonio de la resurrección. Dios es un Dios de vivos y un Dios que ama la vida, no un Dios que nos haya creado para la destrucción y la muerte. Tener experiencia de la santidad de Dios es tener experiencia de la resurrección. ¿De cuántas muertes nos ha resucitado el señor?
Los apóstoles, en el Evangelio que hemos proclamado, tienen experiencia de esta santidad de Dios. La tienen cuando ven que Jesús es aquel que hace brotar la vida de la muerte. En un mar en que no se ha podido pescar nada y en pleno día, cuando ya no se pesca, pues se pesca de noche, hace aparecer la Vida, y Vida en abundancia.
El Señor llama a Isaías, a los apóstoles, a nosotros a ser sacramentos e instrumentos de esta Santidad de Dios, de su poder de resucitar. Nos llama a ser pescadores de hombres, a sacar a los hombres de las aguas de la muerte donde se hunden, se ahogan, para llevarlos a la tierra firme, a la orilla.
Pero, cómo bien describen las tres lecturas, la experiencia de la Santidad de Dios, va unida inseparablemente a la experiencia de la propia creaturalidad. Conocer la Santidad de Dios es conocer la propia debilidad, la propia incapacidad, la propia indignidad, el propio pecado.
Por eso es asombroso que Isaías se ofrezca voluntario: envíame a mí, Señor. Es asombroso que los apóstoles acepten la invitación de Jesús. Es sorprendente que Pablo acepte predicar a ese Jesús al que él había perseguido. Como lo es que nosotros, después de habernos presentado la misión de la Iglesia como la misión del Siervo de Yahvé, hayamos aceptado esa Alianza en el Sermón de la Montaña a la que La Iglesia nos invitaba.
Todo es obra del Espíritu Santo que da al que Dios llama el poder creer lo que proclamaba el Salmo. “Acreciste el Valor de mi alma” sabiendo que “el Señor no abandona la obra de sus manos”. Renovemos nuestra vocación en esta eucaristía que nos une más profundamente a Cristo.
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