Domingo 6 Tiempo Ordinario "C"


Jr 17, 5-8

Sal 1

1 Co 15, 12.16-20

Lc 6, 17.20-26

 

Conviene recordar siempre que la Palabra que hemos escuchado la “proclama” la Iglesia, la proclamamos nosotros. Y no proclamamos ideas o consejos, sino proclamamos lo que creemos, lo que hemos experimentado, lo que hemos vivido y vivimos ahora.

 

Como en el Evangelio, hemos visto que en medio de una multitud, Jesús se ha fijado en nosotros y nos ha hablado a nosotros. Proclamaremos durante unas semanas el Sermón de la Montaña o del Llano, según san Lucas. Esta palabra hace con nosotros una Nueva Alianza, no basada en una ley exterior como en el Sinaí, sino en el Espíritu que escribe estas Palabras en nuestro corazón. 

 

Este Espíritu ilumina nuestra vida para conocer la verdad que encierran las palabras de Jeremías en la 1ª lectura. Hemos conocido la soledad, la sequedad, la tristeza que sentimos cuando hemos puesto nuestra confianza en lo que no es Dios. Y el descanso, el alivio, el gozo, el esponjamiento del alma cuando hemos podido poner nuestra confianza en Dios

 

Y también hemos experimentado la sabiduría del primero de los salmos. La amargura y la frustración cuando nos hemos sentado en el banco de los burlones, de los cínicos; cuando hemos dudado de todo y de todos y hemos dudado de Dios. Y, en cambio, el reverdecer de la esperanza cuando hemos podido beber del agua viva de la oración.

 

El Evangelio nos recuerda la maldición que ha sido nuestra vida cuando, como recoge el Apocalipsis, nos hemos creído ricos ante Cristo. Y, en cambio, la bendición cuando hemos aceptado ante Cristo nuestra pobreza, nuestro sufrimiento, nuestra hambre y sed.

 

Es esa pobreza, esa pequeños, es la que nos ha permitido entrar en la gratuidad del amor de Dios. Y, conociendo ese amor, abrirnos a la certeza de nuestra Resurrección que hemos conocido en la Resurrección de Cristo.

 

La fe en la resurrección no es un elemento más de la fe. Es el sello y la garantía de todo lo que creemos y vivimos. No por casualidad, cuando cantamos el Credo, (y todos lo hemos escuchado el domingo de Ramos) contienen las notas más altas, es el punto más solemne de la proclamación.

 

Todo ello podemos vivirlo en la eucaristía. En ella entramos reconociendo nuestra pobreza, nuestra indignidad; en ella unidos a Cristo ponemos nuestra confianza en el Padre, en ella recibimos la bendición, y podemos resucitar sacramentalmente con Cristo.

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