Domingo 25 T. Ordinario "C"
Am 8, 4-7
Sal 112
1 Tm 2, 1-8
Lc 16, 1-13
La Palabra de hoy nos ilumina sobre una tendencia propia de todo hombre: la de proyectarse, la de hacer planes. Nos es difícil vivir el hoy y nuestro corazón inquieto se mueve continuamente hacia el pasado y, especialmente, hacia un futuro que, aunque nos da miedo por su imprevisibilidad y aunque en lo profundo sepamos que no es posible, queremos asegurarlo, queremos controlarlo, para poder realizarnos persiguiendo el mayor placer y el menor sufrimiento posibles.
Para hacer planes, necesitamos saber con qué contamos y contamos con nosotros mismos. Con nuestra inteligencia, nuestra salud, nuestras fuerzas, nuestras relaciones, nuestras cualidades. Pero, puesto que todo eso nos irá fallando, llegamos a la conclusión que para sostener esos proyectos de realización, lo que los asegura son los posesiones, las riquezas, el dinero.
Y por ello, el hombre pone todo su ser a una búsqueda desesperada de las riquezas. Y lo hace a costa de lo que sea y de quién sea, porque en ello le va la realización, la seguridad, la vida. Y en pos de las riquezas, el hombre se complica la vida, se cansa, cae en esclavitudes, se le endurece el corazón. La codicia es la fuente de todos los males.
Pero, a la hora de hacer planes, es importante saber si lo que crees tener es tuyo o no, si eres dueño o sólo un administrador. Y aquí aparece la paradoja, porque ser dueño en el fondo es una mala noticia, pues si eres dueño en esta vida, la muerte te lo va a arrebatar todo. Pero, si eres administrador, precisamente el saber que has de dar cuentas te abre a la escatología. Te abre ciertamente, a un juicio de cómo has administrado todos estos bienes, frutos del bien mayor que es la propia Vida, pero lo es de cara de entrar a poseer una Vida en propiedad y para siempre.
La consciencia de que somos administradores ilumina toda nuestra vida como un aprendizaje, como una escuela. En esta vida aprendemos a amar a Dios por encima de todo y a amar a los demás como a nosotros mismos, pues en ello está la realización del hombre, está el Reino de los Cielos, está la Vida eterna. Como nos recordaba la epístola a Timoteo, en esta escuela aprendemos la humildad, la simplicidad, el vivir tranquila y sosegadamente, el dar gracias a Dios que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad.
Pero es más, aparte de todos los regalos, el Señor nos ha hecho administradores del don que da sentido a todo: su amor gratuito, su Gracia. Como al administrador del Evangelio, el Señor nos ilumina para que aprendamos a ser administradores de su amor gratuito, de su Gracia. Sabiendo de que todo es don, que todo es gracia, vivir es aprender a dar gratis lo que hemos recibido gratis. Sabiendo que nada es nuestro, que somos radicalmente pobres, desde nuestra pobreza, como Cristo y en Cristo, podemos enriquecer a tantos.
Y así, aunque nos falle la salud, las fuerzas, los bienes, somos administradores del bien más preciado: el mensaje de la Cruz gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. En la Cruz, Cristo rinde cuentas al Padre de su obra, en la Cruz Cristo cancela todas las deudas, perdona todos los pecados y a nosotros, la Iglesia, como nos recordaba recientemente la fiesta de la Virgen de los Dolores, el Señor cos concede unirnos a la obra de Salvación de Cristo, a completar en nosotros lo que falta a su pasión. Unidos a él en la Eucaristía.
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